miércoles, 19 de octubre de 2011

COMENTARIO AL EVANGELIO






Domingo XXX Tiempo Ordinario
23 octubre 2011

Evangelio de Mateo 22, 34-40

         En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se acercaron a Jesús y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba:
         ¾ Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
         Él le dijo:
         ¾ «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
         Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.

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TODO  ROSTRO  REFLEJA  TU  ROSTRO

         En el contexto judío del siglo I, la pregunta que el fariseo anónimo le plantea a Jesús no era baladí ni retórica. No resultaba fácil, para una persona piadosa que buscaba ser fiel a la Ley, establecer una jerarquía entre los 613 preceptos importantes -248 prescripciones y 365 prohibiciones- que se habían llegado a recopilar.
         Tal codificación –llevada a cabo precisamente por los fariseos- había sido una tarea importante, pero es normal que produjera desaliento y confusión. De una manera u otra, era inevitable que se preguntara por “el más importante” de todos aquellos mandatos.
         Si bien la respuesta no era unánime –para algún rabino, el mandato más importante era el que se refería al cumplimiento del sábado-, la más frecuente iba en la línea que apuntará Jesús…, aunque aparecía al mismo nivel que los otros temas considerados prioritarios por la religión oficial: la pureza ritual y los diezmos (aparte el ya mencionado del sábado).

         La respuesta de Jesús es, al mismo tiempo, simplificadora, tradicional y radical:
·         simplificadora, porque reduce todo aquel conjunto normativo a un solo mandamiento: el amor;
·         tradicional, porque no hace sino unir, en un solo, dos mandamientos tomados de la tradición de su pueblo, tal como se recogían en el Libro del Deuteronomio (6,5: amor a Dios) y en el Levítico (19,18: amor al prójimo);
·         radical, porque no sólo establece una jerarquía entre los mandamientos, sino porque, en cierto sentido, hace que todos ellos se reduzcan al amor que, según él, “sostiene toda la Toráh”.

De ese modo, Jesús hace que todo el comportamiento moral gire en torno a lo que se conoce como la “regla de oro”, algo usual en prácticamente todas las grandes tradiciones espirituales.
Dentro del propio judaísmo, ya en el Libro de Tobías (4,25), puede leerse: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti”. Y el escriba Hillel, algo anterior a Jesús, lo expresaba de este modo: “Lo que te desagrada, no se lo hagas al prójimo: aquí está toda la Ley. El resto es simplemente comentario”. En el mismo evangelio de Mateo (7,12), Jesús utiliza una fórmula taxativa, que nos recuerda la respuesta que estamos comentando: “Lo que queráis que los hombres os hagan, hacédselo vosotros a ellos: ésta es la Ley y los Profetas”.
          
         Me parece importante caer en la cuenta de que, al formular el “mandato del amor” como el fundamento de toda la Ley, no se está hablando en primer lugar de una prescripción, sino de una revelación. Es decir, no se está imponiendo una norma, sino que se nos está descubriendo lo que somos.
         El “primer mandato” es el amor, precisamente porque somos Amor. La “Regla de oro” nos recuerda nuestra identidad. Por esa razón, amar a Dios y a los otros no es algo que proceda del voluntarismo, sino que nace de la comprensión.
         Me parece cierto que el reconocimiento de la propia vulnerabilidad nos humaniza; limpia nuestra mirada y abre nuestro corazón al sufrimiento de los otros: empieza a brotar la compasión.
         Pero hay otra fuente más profunda de la compasión: es la comprensión de quienes somos.
         En cierto modo, podría decirse que la “realización” de la persona va acompañada de una doble característica: la sabiduría y la compasión. La primera permite comprender en profundidad o “ver” la verdad de las cosas; la segunda, es su expresión o manifestación. Quien “ve” no podrá no ser compasivo; no podrá no amar.
         Así entendemos la expresión del sabio hindú Nisargadatta: “El amor dice: «Yo soy todo». La sabiduría dice: «Yo soy nada». Mi vida fluye entre ambos”. O, de otro modo: "Comprender que uno es nada es sabiduría, comprender que uno es todo es amor". Frances Vaughan lo ha expresado de esta forma: “La compasión ve al Uno en los muchos, la sabiduría ve a los muchos en el Uno”. Y Willigis Jäger: “La gran compasión que surge de la experiencia de unidad se experimentará como la fuerza motriz del universo”.
Es lo que, con unas u otras palabras, manifiestan todos los hombres y mujeres que han “visto”. El propio Jesús se nos presenta como “el hombre sabio y compasivo”.

         Lo que llegamos a comprender es que, en contra de la creencia de que somos seres separados –que sostiene y alimenta al ego-, nuestra verdadera identidad es “compartida”: somos como células de un mismo organismo. ¿Qué ocurriría en nuestro organismo si cada célula se considerara “aislada” del conjunto y tuviera un comportamiento autárquico?
La realidad es no-dual y nada está separado de nada. En ese nivel, podemos decir con verdad: “soy tú”. Más importante, profunda y real que la “individual” (de “célula”) es la identidad que compartimos (el “organismo” que somos), en la que realmente nos encontramos. (Aunque no lo “sepa”, la célula es también cuerpo: una y otro son no-dos).
Dicho de otro modo: si no interfiere nuestra mente no observada, notaremos que la conciencia se encuentra a sí misma en cada “otro”, y nos reconoceremos a nosotros mismos por doquier. Descubriremos, tras una ignorancia tan prolongada, que todo rostro es nuestro rostro… y todo bien es nuestro bien. Ese día se habrá disipado toda oscuridad y habremos entrado en contacto con nuestra verdadera identidad.
         Un antiguo texto budista lo expresa de una manera tan profunda como hermosa:  
         Namasté.
Yo honro el lugar dentro de ti donde el Universo entero reside.
Yo honro el lugar dentro de ti de Amor y Luz, de Verdad y Paz.
Yo honro el lugar dentro de ti donde cuando tú estás en ese punto tuyo,
y yo estoy en ese punto mío,
somos sólo Uno”.

         En lo concreto, No-dualidad significa Abrazo integrador. Dicho con otras palabras: la naturaleza última de lo Real es Amor. Amor que, como fuerza “unitiva”, mantiene cohesionado el conjunto, desde las partículas elementales hasta los inmensos espacios inabarcables.
         Se comprende que, en las religiones teístas, el “primer mandamiento” sea: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. No está hablando de un Dios que exigiera servidumbre por encima de todo –aunque se haya interpretado así desde una conciencia mítica-; significa, más bien, el reconocimiento de que la Realidad primera es Amor y que, por tanto, “acertamos” en la vida cuando nos alineamos con ella en esa misma clave y actitud amorosa.

         En el caso de Jesús, es patente que, para él, el amor es el “camino” por antonomasia; hasta el punto de que todo lo centra ahí: la figura del samaritano de la parábola es emblemática y no admite “apaños religiosos”, cuyos representantes son criticados en la misma narración: “Ve y haz tú lo mismo”.
         Así como otras tradiciones espirituales han priorizado el camino del conocimiento (jñana, gnosis), el maestro de Nazaret insistió en la práctica concreta del amor –especialmente a la persona en necesidad-, como camino de realización personal y colectiva (lo que él llamaba “Reino de Dios”).
         En realidad, se trata de diferentes caminos que conducen a la misma “meta”: despertar a quienes somos, desidentificándonos del yo. Cuando acallamos la mente –en el camino del conocimiento-, nos percatamos de que el ego es sólo una creación mental; cuando dejamos vivir el amor que somos –en la práctica compasiva, servicial y gratuita-, el ego queda igualmente trascendido. De un modo y otro, nos abrimos a la verdad de quienes somos, la identidad no-dual o “compartida”.
         Ahora bien, dado que los seres humanos somos tan condicionados y limitados, a la vez que con poderosas inercias hacia la egocentración –debido, probablemente, al momento evolutivo en el que nos encontramos-, puede ser bueno que pongamos expresamente cuidado en verificar cómo es nuestra actitud y nuestro comportamiento concreto hacia los otros. Aparte de ser el criterio más claro de un genuino camino espiritual, nos servirá de cuestionamiento para advertir si estamos viviendo en coherencia con lo que somos –amor-, o si seguimos enroscados en los laberintos egoicos…, creyéndonos “espirituales”.


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DOMINGO 30-TIEMPO ORDINARIO-CICLO A




viernes, 14 de octubre de 2011

COMENTARIO AL EVANGELIO POR ENRIQUE MARTÍNEZ LOZANO

Domingo XXIX Tiempo Ordinario
16 octubre 2011

Evangelio de Mateo 22, 15-21

         En aquel tiempo, los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y de dijeron:
         — Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?
       Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús:
         — ¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
         Le presentaron un denario. El les preguntó:
         — ¿De quién es esta cara y esta inscripción?
         Le respondieron:
         — Del César.
         Entonces les replicó:
         — Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

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LOS IMPUESTOS DEL EGO

         Quizás sea bueno contextualizar la cuestión planteada en este relato, para entender mejor la “pregunta envenenada” que le dirigen a Jesús, así como la respuesta de éste.
         Por lo que se refiere al tema mismo del impuesto exigido por Roma, es sabido que constituía –además de una carga económica- una humillación permanente y sangrante para el pueblo judío, que no toleraba el reconocimiento de ningún “amo” fuera de Yhwh.
         De hecho, a lo largo de todo el siglo I, tanto en Judea (año 17), como en Siria (año 36) y en otras partes del imperio estallaron revueltas a causa de la política de impuestos aplicada por los ocupantes romanos.
         Entre los años 6 al 9, Judas el Galileo pidió al pueblo que no pagara el tributo a Roma, desde una motivación religiosa: el único Señor el pueblo era Yhwh; y no debían someterse a ningún otro “señor”.
         Esta misma postura fue sostenida por su hijo Menahem, en la guerra del 66-70. Sin embargo, el rey Agripa hace saber al pueblo insurreccionado contra Floro (66) que no pagar el tributo es “un acto de guerra” contra Roma.
         Se trataba, ciertamente, de una cuestión candente y de solución “imposible”. Como estratagema para atrapar a Jesús, no podían haber elegido otra más idónea.

         Todo ello no era obstáculo para que los judíos utilizaran la moneda del imperio. El denario –la moneda que le muestran a Jesús- llevaba en el anverso la imagen de César Tiberio adornado con la guirnalda de laurel que indicaba la dignidad divina, junto con la inscripción “Tiberio César Augusto, hijo del divino Augusto”. Y en el reverso, la leyenda “Pontífice Máximo” y la figura de la madre del emperador sentada en un trono de dioses.
         Esta incongruencia ofrecía a Jesús una “salida” airosa. Quienes hacen gala de no depender de nadie, sino de Dios, están utilizando la moneda idolátrica.

         El relato empieza haciendo notar la alianza “extraña” entre fariseos y herodianos con el único objetivo de “comprometer” a Jesús. Aquí podría aplicarse aquello de que “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”: todo parece valer para conseguir los propios propósitos, por mezquinos que sean.
         Y este grupo se acerca adulando a Jesús. La ironía radica en el hecho de que los términos de su adulación constituyen –quizás sin saberlo ellos mismos- uno de los “retratos” más ajustados del maestro de Nazaret: un hombre “sincero y que enseña el camino de Dios conforme a la verdad; sin que le importe nadie, porque no se fija en las apariencias”.
         No cabe duda de que la integridad, la coherencia y la libertad interior constituyeron “señas de identidad” de Jesús y guiaron su comportamiento a lo largo de toda su vida, a pesar de las consecuencias que le acarrearon.
         Una coherencia que se pone más en relieve precisamente al contrastar con la mezquindad de quienes se acercan, con buenas palabras, para tratar de “comprometerlo”.

         El dilema que le plantean no parecía tener escapatoria posible: o se caía en un delito grave frente a Roma o se renegaba de la fe del pueblo en la soberanía de su único Dios.
         Jesús sortea la trampa, en dos niveles: remitiéndoles a ellos mismos y conduciéndolos a un plano más profundo, desde donde la perspectiva se modifica.
         En el primer nivel, les hace caer en la cuenta, como decía antes, de su propia incongruencia: ¿qué hacen ellos con la moneda romana en su bolsillo? Si es de Roma –parece apuntar con ironía-, tendrán que devolvérsela.  
         Pero la fuerza del argumento se encuentra en el segundo nivel. De hecho, la conocida –y tantas veces repetida- respuesta de Jesús (“dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”) podría traducirse, como sugiere Francesc Riera, por “retirad al César lo que es de Dios” (F. RIERA, El evangelio de Mateo. La mirada a Jesús crea el difícil consenso en una iglesia plural (Mt 21,1-28,20; 1,1-2,23), Sal Terrae, Santander 2010, p.37. De él he tomado también los datos históricos con los que iniciaba este comentario).
         Esa respuesta, sin optar expresamente por ninguna de las dos alternativas, plantea un principio de validez permanente: el rechazo manifiesto a absolutizar cualquier poder.
        
         El poder tiende a absolutizarse, en una dinámica que refleja exactamente lo que es el funcionamiento del ego. De un modo parecido a como un sentimiento (real) de inferioridad suele producir, como mecanismo compensatorio, la apariencia contraria (el individuo necesita sentirse “superior”), así también el yo, al ser por sí mismo inconsistente, tiene necesidad de fortalecer su (precaria) seguridad. En consecuencia, tiende a absolutizar todo lo que tiene que ver con él: ser el centro, tener razón, tener poder, riqueza, imagen… 
         La respuesta de Jesús advierte de este riesgo. El único absoluto es Dios; todo lo demás es relativo.
         Ahora bien, una lectura mítica hace de esas palabras la fuente de un dualismo insostenible y puede llevar incluso a una desvalorización de lo humano. Es lo que ocurre en un planteamiento religioso en clave de rivalidad (o Dios o el hombre), como se ha dado a veces en nuestra propia tradición.
         Pero no va por ahí. Porque aquí no se habla de “Dios” como de un ser objetivado –tal como lo nombran, por ejemplo, las religiones-, sino del Misterio último de lo que es, que se expresa en infinidad de “formas” relativas, sin confusión, pero sin separación.  
         Lo absoluto, por tanto, no es el “dios” que la mente humana crea –el “dios pensado” nunca puede ser un absoluto, sino un objeto mental-, sino el Misterio inefable que a todos nos constituye.
         El nivel relativo es el mundo de las formas, físicas y mentales; entre ellas, el yo. El absoluto, por el contrario, es nuestra identidad verdadera.
         El primero de ellos es el mundo de los pensamientos, siempre variables, inestables y fluctuantes. El segundo es el de la Conciencia siempre estable, permanente y pacífica.
         Detrás de cualquier pensamiento –cualquiera que sea su color-, está la conciencia. Y podemos apreciarla de un modo sencillo: observando las pausas entre los mismos pensamientos.
         Hay un símil que puede ayudarnos a entenderlo. Sobre una pizarra permanente, escribimos líneas de muchas formas y colores; líneas que se suceden, se superponen, se entrecruzan… Las líneas varían constantemente. Sin embargo, la pizarra permanece estable. Y es la que hace que sea posible la escritura…, aunque ni siquiera reparemos en ella.
         Nuestros pensamientos son las líneas que escribimos sobre la pizarra; ésta es la Conciencia. Aquéllos pertenecen al nivel relativo; ésta es lo absoluto. Pero, precisamente por ello, nadie se la puede apropiar. Tampoco puede ser pensada. Únicamente se la puede experimentar de un modo directo, preconceptual, cuando acallamos los pensamientos (cuando, en lugar de seguir dibujando líneas sobre la pizarra, depositamos en ella toda nuestra atención).
         Todo esto desemboca en un interrogante. ¿Con quién nos identificamos: con la sucesión de pensamientos (el yo) o con la Conciencia estable e ilimitada? ¿Nos “conformamos” con nuestra identidad relativa, en la forma pasajera del yo inconsistente, pura creación mental…, o nos reconocemos como Conciencia pura, en el “disfraz” de esta forma? ¿Pagamos el “impuesto” al yo o lo “devolvemos” a Dios?

 
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