Domingo XXIX Tiempo
Ordinario
16 octubre 2011
Evangelio de
Mateo 22, 15-21
En aquel tiempo, los fariseos se
retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le
enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y de dijeron:
— Maestro, sabemos que eres sincero y
que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie,
porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito
pagar impuesto al César o no?
Comprendiendo
su mala voluntad, les dijo Jesús:
— ¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis?
Enseñadme la moneda del impuesto.
Le presentaron un denario. El les
preguntó:
— ¿De quién es esta cara y esta
inscripción?
Le respondieron:
— Del César.
Entonces les replicó:
— Pues pagadle al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios.
******
LOS IMPUESTOS DEL EGO
Quizás
sea bueno contextualizar la cuestión planteada en este relato, para entender
mejor la “pregunta envenenada” que le dirigen a Jesús, así como la respuesta de
éste.
Por
lo que se refiere al tema mismo del impuesto exigido por Roma, es sabido que
constituía –además de una carga económica- una humillación permanente y
sangrante para el pueblo judío, que no toleraba el reconocimiento de ningún
“amo” fuera de Yhwh.
De
hecho, a lo largo de todo el siglo I, tanto en Judea (año 17), como en Siria
(año 36) y en otras partes del imperio estallaron revueltas a causa de la
política de impuestos aplicada por los ocupantes romanos.
Entre
los años 6 al 9, Judas el Galileo pidió al pueblo que no pagara el tributo a
Roma, desde una motivación religiosa: el único Señor el pueblo era Yhwh; y no
debían someterse a ningún otro “señor”.
Esta
misma postura fue sostenida por su hijo Menahem, en la guerra del 66-70. Sin
embargo, el rey Agripa hace saber al pueblo insurreccionado contra Floro (66)
que no pagar el tributo es “un acto de guerra” contra Roma.
Se
trataba, ciertamente, de una cuestión candente y de solución “imposible”. Como
estratagema para atrapar a Jesús, no podían haber elegido otra más idónea.
Todo
ello no era obstáculo para que los judíos utilizaran la moneda del imperio. El
denario –la moneda que le muestran a Jesús- llevaba en el anverso la imagen de
César Tiberio adornado con la guirnalda de laurel que indicaba la dignidad
divina, junto con la inscripción “Tiberio César Augusto, hijo del divino
Augusto”. Y en el reverso, la leyenda “Pontífice Máximo” y la figura de la
madre del emperador sentada en un trono de dioses.
Esta
incongruencia ofrecía a Jesús una “salida” airosa. Quienes hacen gala de no
depender de nadie, sino de Dios, están utilizando la moneda idolátrica.
El
relato empieza haciendo notar la alianza “extraña” entre fariseos y herodianos
con el único objetivo de “comprometer” a Jesús. Aquí podría aplicarse aquello
de que “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”: todo parece valer para
conseguir los propios propósitos, por mezquinos que sean.
Y
este grupo se acerca adulando a Jesús. La ironía radica en el hecho de que los
términos de su adulación constituyen –quizás sin saberlo ellos mismos- uno de
los “retratos” más ajustados del maestro de Nazaret: un hombre “sincero y que enseña el camino de Dios
conforme a la verdad; sin que le importe nadie, porque no se fija en las
apariencias”.
No
cabe duda de que la integridad, la coherencia y la libertad interior constituyeron “señas de identidad” de Jesús y
guiaron su comportamiento a lo largo de toda su vida, a pesar de las
consecuencias que le acarrearon.
Una
coherencia que se pone más en relieve precisamente al contrastar con la
mezquindad de quienes se acercan, con buenas palabras, para tratar de
“comprometerlo”.
El
dilema que le plantean no parecía tener escapatoria posible: o se caía en un
delito grave frente a Roma o se renegaba de la fe del pueblo en la soberanía de
su único Dios.
Jesús
sortea la trampa, en dos niveles: remitiéndoles a ellos mismos y conduciéndolos
a un plano más profundo, desde donde la perspectiva se modifica.
En
el primer nivel, les hace caer en la cuenta, como decía antes, de su propia
incongruencia: ¿qué hacen ellos con la moneda romana en su bolsillo? Si es de
Roma –parece apuntar con ironía-, tendrán que devolvérsela.
Pero
la fuerza del argumento se encuentra en el segundo nivel. De hecho, la conocida
–y tantas veces repetida- respuesta de Jesús (“dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”)
podría traducirse, como sugiere Francesc Riera, por “retirad al César lo que es de Dios” (F. RIERA, El evangelio de Mateo. La mirada a Jesús crea el difícil consenso en
una iglesia plural (Mt 21,1-28,20; 1,1-2,23), Sal Terrae, Santander 2010,
p.37. De él he tomado también los datos históricos con los que iniciaba este
comentario).
Esa
respuesta, sin optar expresamente por ninguna de las dos alternativas, plantea
un principio de validez permanente: el rechazo
manifiesto a absolutizar cualquier poder.
El
poder tiende a absolutizarse, en una dinámica que refleja exactamente lo que es
el funcionamiento del ego. De un modo parecido a como un sentimiento (real) de
inferioridad suele producir, como mecanismo compensatorio, la apariencia
contraria (el individuo necesita sentirse “superior”), así también el yo, al
ser por sí mismo inconsistente, tiene necesidad de fortalecer su (precaria)
seguridad. En consecuencia, tiende a absolutizar todo lo que tiene que ver con
él: ser el centro, tener razón, tener poder, riqueza, imagen…
La
respuesta de Jesús advierte de este riesgo. El único absoluto es Dios; todo lo
demás es relativo.
Ahora
bien, una lectura mítica hace de esas palabras la fuente de un dualismo
insostenible y puede llevar incluso a una desvalorización de lo humano. Es lo
que ocurre en un planteamiento religioso en clave de rivalidad (o Dios o el
hombre), como se ha dado a veces en nuestra propia tradición.
Pero
no va por ahí. Porque aquí no se habla de “Dios” como de un ser objetivado –tal
como lo nombran, por ejemplo, las religiones-, sino del Misterio último de lo
que es, que se expresa en infinidad de “formas” relativas, sin confusión, pero
sin separación.
Lo
absoluto, por tanto, no es el “dios” que la mente humana crea –el “dios
pensado” nunca puede ser un absoluto, sino un objeto mental-, sino el Misterio
inefable que a todos nos constituye.
El
nivel relativo es el mundo de las formas, físicas y mentales; entre ellas, el
yo. El absoluto, por el contrario, es nuestra identidad verdadera.
El
primero de ellos es el mundo de los pensamientos, siempre variables, inestables
y fluctuantes. El segundo es el de la Conciencia siempre estable, permanente y
pacífica.
Detrás
de cualquier pensamiento –cualquiera que sea su color-, está la conciencia. Y
podemos apreciarla de un modo sencillo: observando las pausas entre los mismos
pensamientos.
Hay
un símil que puede ayudarnos a entenderlo. Sobre una pizarra permanente,
escribimos líneas de muchas formas y colores; líneas que se suceden, se
superponen, se entrecruzan… Las líneas varían constantemente. Sin embargo, la
pizarra permanece estable. Y es la que hace que sea posible la escritura…,
aunque ni siquiera reparemos en ella.
Nuestros
pensamientos son las líneas que escribimos sobre la pizarra; ésta es la
Conciencia. Aquéllos pertenecen al nivel relativo; ésta es lo absoluto. Pero,
precisamente por ello, nadie se la puede apropiar. Tampoco puede ser pensada.
Únicamente se la puede experimentar de un modo directo, preconceptual, cuando
acallamos los pensamientos (cuando, en lugar de seguir dibujando líneas sobre
la pizarra, depositamos en ella toda nuestra atención).
Todo
esto desemboca en un interrogante. ¿Con quién nos identificamos: con la
sucesión de pensamientos (el yo) o con la Conciencia estable e ilimitada? ¿Nos
“conformamos” con nuestra identidad relativa, en la forma pasajera del yo
inconsistente, pura creación mental…, o nos reconocemos como Conciencia pura,
en el “disfraz” de esta forma? ¿Pagamos el “impuesto” al yo o lo “devolvemos” a
Dios?
www.enriquemartinezlozano.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario